viernes, 24 de julio de 2009

Marcada Influencia

Estaba a punto de terminar la novela de ciencia-ficción cuando advertí que las cosas se habían salido de curso.
Un día, Thalassia, la heroína de mi historia, me preguntó que si yo era feliz, mientras intentaba frotarme la barbilla con un diente de león. Horrorizado le grité: —Thalassia, ¿de dónde sacaste esa planta? La novela se ubica en una ciudad anfibia ubicada en medio del mar. Además, ¡ahora deberías de estar trabajando en el mapa de haplotipos!
—Nada —repuso ella-. Si tiñe tu mentón de amarillo significa que estas enamorado y mi nombre no es Thalassia. Me llamo Clarisse McClellan. ¿No has visto al señor Montag?
—¿A quién? —pregunté desconcertado, pero ella se alejó sin prestar atención a mis palabras.
Dos días más tarde, mientras descendía de uno de los túneles antigravedad comentó —Ya no soporto al Titerote Nessus ni al Kzin.
Cuando traté de interrogarla se alejó corriendo. Sólo alcance a escuchar algo acerca de que tenía que verse con un tal Luís Wu.
—Luís ¿qué? —pregunté atónito. —Si lo vez dile que estaré en el Tiro Largo.

En otra ocasión, Enhalus, el estelar masculino de mi historia, debía referirse a los nichos ecológicos de nuestra ciudad inteligente. En su lugar, comenzó a suspirar por una tal Charity Jones y a llamar a “Orbi”, el ordenador biológico del Macrosistema Nereida, con el extraño nombre de Multivac.
—¿Qué está pasando aquí? —grité desconcertado. —Nada doctor —respondió Enhalus con voz melosa—. Sólo busco un verdadero amor.
Al cabo de un mes Thalassia había dejado de ser Clarisse para convertirse en Teela Jandrova Brown. Posteriormente en Lenina Crowne, Susan Calvin, Gloria Weston, Stilla, Miriota Koltz, Nell, Minha Garral, Bliss, Bayta y finalmente en Dors Venabili.
Por su parte, Enhalus pasó de ser Milton Davison, el buscador de amor, para sumergirse en un mundo de soledad y responder al nombre de Hal Bregg. Tiempo durante el cual sólo hablaba de betrización, parastática y de un supuesto viaje de 127 años de duración a bordo de una nave llamada Prometeo.

Una semana más tarde, Enhalus había vuelto a cambiar su nombre. En cuanto nos vimos profirió: -¡Sólo dame un día, un día es todo lo que te pido!
—Un día para qué Enhalus —lo interrogué, extrañado.
—Un día para encontrar el agua que tanto nos falta —respondió con ojos desorbitados—. ¡Un solo día bastará, créeme, ó dejo de llamarme Otto Lidenbrock.
—¿Otto qué? ¿De qué hablas Enhalus, acaso es una broma?

Por esos días aún no imaginaba la gravedad del problema. Me limitaba a completar cuartillas y a sortear los obstáculos que, el libre albedrío de mis personajes me imponía.
—No hay nada como crear personajes con vida propia —me repetía cada vez que me enfrentaba a una modificación involuntaria—. Está bien, pensaba, que sean ellos quienes escriban su propia historia.
Aunado a este principio democrático también estaba lo otro. Los editores. La entrega de los avances debía ajustarse al tiempo estipulado en el contrato: cada quince días un capítulo. De ahí que tampoco disponía del tiempo suficiente como para analizar las posibles consecuencias de la multi-personalidad de Enhalus y Thalassia.
Conforme transcurrían las semanas y los capítulos, Enhalus persistió en su afán de cambiarse de nombre. Al de Otto le siguieron los nombres de Bernard Max, Elstead, Ned Land, profesor Aronnax, Consejo y hasta el de Capitán Nemo, seguidos por el de Raych, Ebling Mis, Joanov Pelorat y un tal Golan Trevize quien no quería saber de hermafroditismo.
Finalmente, tras esta doble cascada de nombres y apellidos inventados por mis personajes, y mientras tecleaba los últimos renglones del último capítulo de mi novela de ciencia ficción, Enhalus dijo algo que me dejó helado.

Eran las cinco de la mañana. Me encontraba exhausto, pero con la emoción que puede experimentar un escritor que está a punto de concluir la novela de sus sueños. En esos momentos apareció Enhalus. Serio. Pensativo.
—Enhalus, amigo —grité emocionado— estamos a unas cuantas letras de terminar la novela —¿Qué te parece?

—Mi nombre es Hari Seldon y lo único que me interesa es la psicohistoria. Usted disculpe —me dijo en voz baja, mientras atravesaba de un lado a otro el monitor de la computadora.
—Enhalus, ¿acaso escuché bien?, ¿dijiste Hari Seldon? —pregunté, mientras sentía cómo se me helaba la sangre.
Y entonces aquella cascada de nombres...

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